jueves, 6 de marzo de 2008

¡ Fuego en el Alcázar!

Han pasado 146 años, pero el incendio del Alcázar continúa en la memoria colectiva de los segovianos. Tal día como hoy, un 6 de marzo de 1862, el fuego redujo a escombros la fortaleza sepultando episodios históricos irrepetibles. Después de siglos de esplendor y bonanza industrial y económica, la ruina del Alcázar simbolizó mejor que nada el declive de una ciudad que solo seis años después perdería la fábrica de moneda que tan poderosa le hizo en siglos pasados.

Pero, ¿qué ocurrió aquel 6 de marzo? ¿Por qué se quemó el Alcázar? ¿Cómo vivieron los segovianos de la época tan terrible suceso? Fueron muchas las personas que, en medio del fuego, arriesgaron su vida para salvar los tesoros que la entonces sede del Real Colegio de Artillería albergaba en su interior. Todas, mientras vivieron, guardaron en su retina las lenguas de fuego que envolvieron el castillo durante tres largos días. Sus testimonios duermen hoy en los tratados de Historia. Quien mejor ha narrado lo ocurrido ha sido el coronel de Artillería Eduardo de Oliver-Copóns, que en su libro ‘El Alcázar de Segovia’, de 1917, reconstruye de manera magistral aquel fatídico momento.


El jueves había amanecido con un fuerte viento. Las llamas prendieron sobre las once de la mañana, quizás debido a una chispa que, al salir por una de las chimeneas, cuajó en las vigas de madera del tejado azuzada por el huracán que soplaba del sur, aunque tampoco se descartó como foco la sala del Tocador de la Reina, donde el primer director del centro tenía su despacho. Hubo quien apuntó a un brasero situado en el cuarto bajo del patio principal y las malas lenguas sospecharon de unos cadetes que estaban arrestados en la Torre de Juan II, pero esta «infamia», en palabras de Oliver-Copóns, apenas se sostiene si se tiene en cuenta que fue esta torre, la más alta y majestuosa del Alcázar, la que menos daños sufrió. La investigación posterior descartó la intencionalidad del siniestro y la chimenea quedó como la causa. El aire, tan propio de marzo, alentó la progresión de las llamas y en pocas horas el monumento era un bloque de fuego. «Bien pronto las llamas se adueñaron de todo, devorando la madera como si fuera yesca, desquiciando y deshaciendo las graníticas piedras y los empizarrados, y retorciendo las veletas, tirantes y barrotes de rejas y balcones cual débiles alambres», escribió el militar medio siglo después.


Los esfuerzos de jefes, oficiales y cadetes por impedir la propagación del fuego fueron inútiles. Tampoco sirvió de nada la ayuda que prestaron las autoridades civiles y eclesiásticas y vecinos de toda Segovia que acudieron dispuestos a acorralar el fuego. Emplearon todos los medios que tuvieron a su alcance; funcionaron las cuatro bombas de agua que había en la ciudad, se hicieron cortes para aislar el fuego, pero la inaccesibilidad del edificio –encaramado en una roca– y el viento hicieron el resto. Las llamas corrían de estancia en estancia y consumían con rapidez los tejados. «La gran cantidad de madera de los armazones de los techos; el asfalto de los pisos, los muebles, estanterías, etcétera, todo era pábulo para el fuego, que apoderado del interior y exterior del edificio, lo circunvalaba con un cordón de llamas».


Pero hay historias personales que merecen ser contadas, como la del general Adolfo Carrasco, que logró llegar a la capilla junto a dos sacerdotes de la Catedral y rescatar el copón con las sagradas formas que se encontraba en el Sagrario, además de otros ornamentos que el Rey Fernando VII había regalado a los artilleros años atrás. O las de otros profesores, cadetes del Colegio y ciudadanos anónimos, que colaboraron en la evacuación de los libros que albergaban los estantes de la Biblioteca de la Sala de los Reyes. Los volúmenes eran arrojados al parque desde las ventanas mientras las llamas comenzaban a aparecer por los artesonados del techo. Dejó escrito Carrasco: «Cuando noté que los cadetes ya no acudían (a la Biblioteca) salí al patio grande á ver qué ocurría, y me encontré con un espectáculo horroroso. Humo densísimo y sofocante que no dejaba distinguir los objetos á corta distancia; un estrépito infernal de paredes y techos que se hundían; el rumor del huracán que avivaba atrozmente las llamas, acompañadas éstas del chisporroteo de las maderas y el estallar de las piedras, y en medio de todo esto se elevaba el grito angustioso y lúgubre de ‘fuera, fuera, sálvese quien pueda, que el Alcázar se desploma’».


Poco después las techumbres cedieron. Afortunadamente nadie había quedado dentro. A salvo de las llamas estaban numerosos libros –hoy, guardados en la Biblioteca de la Academia de Artillería, conservan la mella del fuego en sus lomos–, las alhajas de la capilla, un lienzo de Bartolomé Carducho y dos consolas. Poco más. El incendio había devorado ricos artesonados y arabescos, frisos, zócalos de azulejos, estatuas de reyes, muebles, armas antiguas, cuadros y valiosísimos tratados, muchos de los cuales fueron después repuestos gracias a las donaciones de los artilleros.


Tres días duró la combustión tal y como prueban los telegramas que desde Segovia fueron enviados al Ministerio de la Guerra los días 7 y 8 de marzo y que la historiadora María Dolores Herrero reproduce en su trabajo de investigación ‘Cañones y probetas en el Alcázar’, de 1993. Dice el telegrama del día 8, 13.08 horas, que el director general de Artillería envió al ministro: «Continúa el fuego consumiendo el interior del Alcázar. Los trabajos emprendidos nuevamente para sofocarlo se han suspendido por inútiles y peligrosos».
La estampa que quedó fue desoladora. El incendio dejó en pie la Torre de Juan II, la del Homenaje y alguna torrecilla situada a la izquierda de la fachada principal. Sí desaparecieron todos los techos, las cúpulas y los chapiteles. La ruina se incrementó con el paso del tiempo. En 1866 se desplomó la almena de la derecha de la Torre de Juan II, tal y como se aprecia en alguna fotografía tomada con posterioridad.
Fuente:
nortecastilla.es

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